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El «testigo asistido» en el proceso penal francés (1)

Pablo Aguirre Allende

Juez del Juzgado de Primera Instancia e Instrucción no 3 de Tolosa

Diario LA LEY, Nº 10416, Sección Tribuna, 2 de Enero de 2024, LA LEY

LA LEY 14340/2023

Normativa comentada
Ir a Norma LO 13/2015 de 5 Oct. (modificación de la Ley de Enjuiciamiento Criminal para el fortalecimiento de las garantías procesales y la regulación de las medidas de investigación tecnológica)
Ir a Norma RD 14 Sep. 1882 (Ley de Enjuiciamiento Criminal)
  • LIBRO PRIMERO. DISPOSICIONES GENERALES
    • TÍTULO V. Del derecho a la defensa, a la asistencia jurídica gratuita y a la traducción e interpretación en los juicios criminales
      • CAPÍTULO I. Del derecho a la defensa y a la asistencia jurídica gratuita
  • LIBRO II. DEL SUMARIO
    • TÍTULO V. De la comprobación del delito y averiguación del delincuente
    • TÍTULO VIII. De las medidas de investigación limitativas de los derechos reconocidos en el artículo 18 de la Constitución
      • CAPÍTULO I. De la entrada y registro en lugar cerrado
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Resumen

El autor esboza la naturaleza y carácter de la figura del «témoin assisté» contemplado en el Derecho Procesal Penal de la República francesa a medio camino entre la condición de testigo y la de investigado, sugiriendo al mismo tiempo la conveniencia de incorporar a nuestro ordenamiento jurídico institución semejante alguna.

Portada

Una de las quejas más comunes de todo jurista en nuestro país, particularmente de aquellos que precisamente de una u otra forma intervenimos en el ámbito de la justicia penal, es la relativa a la antigüedad de nuestra venerable Ley de Enjuiciamiento Criminal (LA LEY 1/1882) (en lo sucesivo, «LECrim») , y, por ende, el cuando menos limitado alcance de las sucesivas reformas que han intentado actualizarla. Quizá una de las de propósito más encomiable y, al mismo tiempo, de menor efectividad no haya sido otra que la conocida sustitución del término «imputado» por la de «investigado» o «encausado» introducida por la Ley Orgánica 13/2015 (LA LEY 15163/2015).

Frente al inequívocamente negativo estigma que llevaba asociado el primero, reza el apartado V de la Exposición de Motivos de dicha norma, la forma adecuada de aludir a aquella persona sobre la cual recayeren «meras sospechas […] pero respecto de la cual no existen suficientes indicios para que se le atribuya judicial y formalmente la comisión de un hecho punible» pasaría a ser mediando el empleo del segundo; finalidad esta, la de distinguir el grado o medida en la cual la persona de que se trate se hallare sometida o afectada a una investigación judicial en función de la intensidad de los indicios o sospechas concurrentes, no tan solo harto recomendable a meros efectos de rigor semántico sino imprescindible en aras a garantizar una tutela lo más efectiva posible de sus derechos.

Sin embargo, y he aquí la clave, tal reforma fue a todas luces insuficiente por no decir que prácticamente estéril. Al fin y al cabo, resulta cuando menos difícil de ignorar que la nueva terminología rápidamente ha adquirido unas connotaciones que en poco o nada se distinguen de las de la antigua. De hecho, hasta tal punto se asemeja su empleo cotidiano, particularmente en lo que a los medios de comunicación se refiere, que se sigue intercalando con expresiones empleando el adjetivo «presunto» a modo de matización del contenido de la imputación. Y, sin embargo, no considero que sea este su déficit más acuciante sino, por el contrario, la oportunidad perdida de ampliar el abanico, la panoplia de instrumentos al alcance de toda investigación en materia criminal.

Con esto me refiero a la necesidad o, cuando menos, conveniencia de introducir en nuestro ordenamiento jurídico de institución alguna a caballo entre la condición de testigo y la de investigado que permita escapar del dualismo al cual se halla actualmente restringida toda instrucción. Una reforma tal obedecería, al menos fundamentalmente, a dos propósitos, que creo conviene ilustrar a través de un ejemplo de más allá de nuestras fronteras: el «témoin assisté» (literalmente, «testigo asistido») , contemplado en los arts. 113 y concordantes del Código procesal penal («Code de Procedure Penale») (en lo sucesivo, «CPP») , que nuestro vecinos galos conocen desde hace ya varias décadas con discreto pero nada desdeñable éxito.

El primero sería el de permitir al instructor discriminar con mayor precisión entre aquellas personas respecto de las cuales, al menos a priori, en absoluto cabría exigir responsabilidad penal alguna, aquellas otras respecto de las cuales no cabe descartar tal posibilidad si bien al menos por el momento dista de resultar probable y, finalmente, sobre las cuales recaerían ya poderosos indicios. Incluso un somero repaso al esquema recién ofrecido permite comprobar hasta qué punto parece erróneo confundir cualquiera de tales categorías, las dos últimas inclusive, superficialmente semejantes, qué duda cabe, pero profundamente diferentes.

Obsérvese, a modo de simple ejemplo, que una simple denuncia cuya mera lectura no permita desmentir su plausibilidad en tanto conformidad a la realidad o su siquiera potencial encaje en cualquiera de los diversos tipos penales poco menos que obliga al Juez instructor a atribuir la condición de «parte investigada» a la persona frente a la cual se dirija. Y esto, claro está, atribuyendo a aquella la misma condición procesal que a cualquier otra a la cual se le recibe declaración a raíz de, por ejemplo, su puesta a disposición en calidad de detenida tras haber sido detenida in fraganti conforme al art. 490.2º, la intervención de sus comunicaciones telefónicas ex arts. 588 ter a) y concordantes o la entrada y registro en su domicilio al amparo del art. 546, todos ellos de la LECrim. (LA LEY 1/1882)

No hace falta ser jurista para inmediatamente percibir las diferencias existentes entre la primera de las situaciones descritas y las restantes. De hecho, y pese a distar de ser lo más frecuente, en este caso la lógica profana en la materia parece coincidir con la jurídica. Al fin y al cabo, a nadie se le escapa que la intensidad de los indicios, de las sospechas concurrentes resulta considerablemente diversa, hasta el punto de abismal, al menos en ocasiones. Y, sin embargo, la indistinta atribución de la condición de «parte investigada» hace que los contornos de esta última abarque situaciones harto dispares en las que la realidad, una vez más, supera con mucho la ficción.

A este respecto, nuestros vecinos galos parten de la premisa de que, tal y como lo prevén los arts. 80-1 y concordantes CPP, tan solo cabe atribuir tal condición («mise en examen») a aquellas personas frente a las cuales existan indicios graves o concordantes de resultar probable que hayan podido participar, a título de autores o cómplices en la comisión de los ilícitos que constituyan el objeto de autos. Sin embargo, y he aquí la clave, tan solo cabe atribuir tal condición tras haber previamente recibido declaración a la persona de que se trate a modo de «témoin assisté» o, en su defecto, mediando una citación específica («convocation») a una suerte de comparecencia («interrogatoire de première comparution») conforme al art. 114 CPP; actuación esta al término de la cual, tras escuchar a su Letrado como, en caso de participar, al Ministerio Público, el instructor habrá de resolver en el acto sobre si le atribuye, o no, la condición de «parte investigada», o, en su caso, la de simple «témoin assisté».

De hecho, el art. 80-1 CPP sanciona con pena de nulidad toda atribución de esta última condición que no satisfaga cualquiera de tales requisitos formales o sustantivos, hasta el punto de que precisa que no cabrá optar por la segunda de tales posibilidades salvo que expresamente se descarte de forma motivada la posibilidad de recurrir a la figura del «témoin assisté». No menos relevante resulta el específico cauce contemplado en el art. 80-1-1 CPP a través de la cual aquel a quien se le haya atribuido la primera condición puede reclamar del instructor que reconsidere su decisión otorgándole la segunda en caso de incumplimiento de los consabidos requisitos; máxime cuando tal resolución, en caso de ser denegatoria, puede llegar a ser impugnada en apelación, dando a la postre lugar a diferentes y sonados pronunciamientos por parte de los órganos superiores a lo largo de los últimos años.

Siquiera con el fin de prevenir posibles equívocos en absoluto pretendo con esto introducir una mayor complejidad en el proceso penal por puro afán de rigor conceptual ni de defensista a ultranza. A este respecto, recordemos el ejemplo que anteriormente ofrecía, y, por ende, la nada envidiable disyuntiva en la que con mayor frecuencia de la que desearíamos muchos de nosotros nos hallamos en ocasiones. Imaginemos, en suma, que concurre en autos una posibilidad cierta, pero simple y meramente eso, «vraisemblable», diría el CPP, de responsabilidades penales de una persona cualquiera, que al menos prima facie no cabría descartar, de ilícito alguno, quizá particularmente infamante.

Las alternativas parecen claras, y, sin embargo, ninguna de ellas resulta plenamente satisfactoria entrañando respectivamente ventajas e inconvenientes a diferentes niveles: la primera, desarrollar la investigación al margen del sospechoso con el fin de confirmar o desmentir tales sospechas sin someterle quizá a la postre injustificadamente al calvario personal y social que la atribución de la condición de «parte investigada» puede perfectamente llegar a implicar, o, en su caso, retrasando, al menos de momento, tal actuación; y, la segunda, recibirle declaración como tal siquiera con el fin de brindarle la oportunidad de explicarse y, quizá, de dicha forma contribuir a despejar de la forma más ágil posible las sospechas que pesaren sobre ella. Como tampoco cabe obviar otras situaciones no menos habituales.

Me refiero, por ejemplo, sin ánimo de exhaustividad, a la de aquellas personas frente a las cuales existen indicios a priori nada desdeñables cuya declaración permite, sin embargo, eclipsarlos aunque no hasta el punto de hacerlos desaparecer con lo que tampoco cabría acordar en su favor, inmediatamente al menos, archivo alguno; personas estas que, con frecuencia, seguirían bajo la alargada sombra de una investigación judicial que bien pudiere todavía alargarse durante varios meses o años. En cualquier caso no se me escapa que al menos parte de las disfunciones recién apuntadas cabe de una u otra forma siquiera paliarlas sin necesidad de introducir novedad alguna.

Puede que el ejemplo más evidente sea el de asegurarnos de brindar a la parte frente a la cual se hubiere dirigido la denuncia la oportunidad de participar en la investigación que le reconoce el art. 118 LECrim (LA LEY 1/1882) al margen de la eventual imposición, o no, de la condición formal de «parte investigada» o, señaladamente y sobre todo, de recibirle declaración en condición de tal. Sin embargo, y he aquí la clave, tal remedio no llega a resolver el problema fundamental de cómo llegar a recibir declaración alguna a una persona, con su frecuencia insustituible utilidad, pero, simultáneamente, sus nada desdeñables consecuencias, respecto de la cual cabe sospechar pero sin que los indicios concurrentes sean lo suficientemente fidedignos como para, por ejemplo, acordar medida cautelar alguna frente a ella.

La introducción de una figura a medio camino entre la de testigo y «parte investigado» permitiría al instructor graduar con mayor precisión, en función de la intensidad de los indicios concurrentes, el estatuto procesal de las partes pasivas de todo proceso penal

En suma, la introducción de una figura a medio camino entre la de testigo y «parte investigado» permitiría al instructor graduar con mayor precisión, en función de la intensidad de los indicios concurrentes, el estatuto procesal de las partes pasivas de todo proceso penal, permitiéndole de dicha manera minimizar las potenciales disfunciones que el actual régimen con una frecuencia mayor de la que a priori cabría imaginar implica. Al fin y al cabo, y con independencia de que las hayamos aceptado en mayor o menor medida, ello en absoluto implica que debamos seguir haciéndolo, máxime cuando, en ocasiones, implica abdicar de facto al menos parte de nuestras responsabilidades en parte acusadora alguna con intereses no necesariamente limpios de toda mácula.

Sea como fuere resta el segundo de los propósitos anteriormente aludidos, el cual, en cualquier caso, se halla estrechamente imbricado con lo recién expuesto: el de garantizar el derecho a la tutela judicial efectiva de los partícipes en las instrucciones penales. Y digo partícipes en la medida en que, una vez más, resulta ciertamente difícil ignorar la poco envidiable situación en la que con nada desdeñable frecuencia se encuentran aquellos llamados a declarar en calidad de testigos en un proceso penal. Recordemos que, a fin de cuentas, recae sobre ellos exarts. 420 y concordantes LECrim (LA LEY 1/1882) el deber de responder verazmente a aquellas preguntas que se les formularen.

Sin embargo, y he aquí la clave, con frecuencia la respuesta a tales preguntas conllevaría la cuando menos posibilidad de poder exigirles en el futuro forma alguna de responsabilidad, incluso penal. Se trata este de un problema de harto difícil solución, al menos atendiendo a la letra de la Ley; máxime si tenemos presente que, en realidad, toda eventual insistencia en negarse a declarar implicaría de una u otra forma reconocer tal culpabilidad, siquiera potencial, con la consiguiente asunción del estatuto de parte investigada. Todo ello, además, careciendo, al menos obligatoriamente de asistencia letrada de la que en todo caso sí que dispondría en este último supuesto, con el marcado déficit que ello implica para sus posibilidades reales de defensa.

A este respecto, el art. 113-3 CPP prevé que toda persona identificada como potencial responsable retiene la posibilidad, aún en el supuesto de haber sido inicialmente al menos llamada a declarar como mero testigo, a solicitar intervenir como «témoin assisté»; estatuto procesal este último el cual, correlativamente, le exime de prestar juramento o promesa alguno, conforme al apartado 7º del mismo precepto, le garantiza la asistencia letrada de confianza o aun de oficio, y, por ende, el derecho a examinar previamente las actuaciones no declaradas expresamente secretas.

Como también cuenta todo «témoin assisté» con la opción de, si pretende ejercitar plenamente el conjunto de derechos reconocidos a las partes investigadas, como, por ejemplo, el de formular peticiones de ulteriores pesquisas de investigación, párrafo noveno del art. 81, o impugnaciones con carácter general, art. 186, solicitar por escrito al instructor, conforme al art. 113-6, todos ellos del CPP, la asunción de tal condición procesal. En caso contrario tan solo cabría solicitar forma alguna de careo frente a la persona que sostuviere la tesis incriminatoria o, en su caso, recurrir su llamamiento a intervenir en el proceso en tal condición conforme al tercero de los párrafos del art. 113-3 de la misma norma.

Llegados a este punto conviene enfatizar que en absoluto considero que la introducción de una institución jurídica tal como la recién esbozada constituya panacea milagrosa alguna para la larga lista de males que aqueja la Administración de Justicia en nuestro país tanto en general como a la jurisdicción penal instructora en particular. De hecho, ni tan siquiera creo que constituya la reforma más urgente. Sea como fuere, sí que entiendo que sería una reforma que reuniría la doble naturaleza de, a diferencia de otras potenciales, resultar, por una parte, al menos relativamente sencilla de implantar, y, por la otra, contribuir a paliar uno de sus déficits formales más perceptibles tanto de desde una perspectiva de Derecho comparado como de pura lógica sistemática.

(1)

Artículo publicado en base al Acuerdo de Colaboración entre la Asociación Profesional de la Magistratura y LA LEY.

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