I. El contexto
Si algo tienen en común las numerosas reformas penales a las que se ha sometido el CP de 1995 (LA LEY 3996/1995) es que gran parte de ellas se olvidan del mandato de resocialización del art. 25.2 CE (LA LEY 2500/1978) (1) . MAPELLI CAFFARENA explica esta antinomia entre los fines penitenciarios y lo que destaca como penología del control. Para el autor «la persona ha dejado de ser el objetivo, se trata de identificar, predecir y diseñar una estrategia capaz de evitar el riesgo que comporta, para cuya evaluación deberemos considerar el contexto en el que la misma se mueve. La experiencia negativa de los fines resocializadores, excesivamente caros y difíciles de alcanzar (…) así como la hipervaloración de la seguridad en la sociedad moderna, como argumento poderoso capaz de legitimar cualquier discurso, se encuentran en las razones profundas de estos cambios (…) Frente a pretensiones más complejas y difíciles de abordar, como la reinserción social, el sistema limita sus objetivos y se propone colaborar en el diseño de un mundo vigilado» (2) . Todo ello relacionado con una vuelta a la prevención general —resultado del sentimiento de inseguridad ciudadana y la crisis de los programas resocializadores— que se manifiesta en «la creación de grupos de riesgo, como los emigrantes, directamente gestionados por la justicia penal o el desplazamiento del interés punitivo desde los modelos de integración —resocialización, reinserción— a los de exclusión —largas penas, restricción de los beneficios, expulsión—» (3) . En relación con esta última idea, DÍEZ RIPOLLÉS describe la nueva política criminal utilizando los conceptos de inclusión vs. exclusión social. Conforme al autor, «la alternativa incluyente aspira a que la selección de las conductas amenazadas con pena se rija por criterios imparciales de lesividad social del comportamiento, sin sesgos que discriminen o instrumenten a ciertos grupos sociales o colectivos. También aspira a que sospechosos o delincuentes se encuentren, tras su contacto con los órganos de control penal, en iguales o mejores condiciones individuales y sociales para desarrollar voluntariamente una vida conforme con la ley». Frente a ello, «la alternativa excluyente considera que la selección de las conductas amenazantes con pena debe trascender la mera identificación y control de las conductas socialmente lesivas, y perseguir objetivos adicionales de control de ciertos grupos sociales o colectivos. Al mismo tiempo, estima que ha de garantizar que el sospechoso o delincuente se encuentre, tras su contacto con los órganos de control penal, en unas condiciones individuales y sociales en las que le resulte más difícil infringir la ley o evitar ser descubierto» (4) .
El derecho penal es una herramienta de poder demasiado sugerente como para no hacer uso político de ella
Y es que el derecho penal es una herramienta de poder demasiado sugerente como para no hacer uso político de ella (5) . Las múltiples modificaciones a las que el CP ha sido sometido dan clara muestra de ello. En la mayoría de las ocasiones, son la respuesta fácil y efectista a los problemas sociales más mediáticos (6) , y suponen un claro retroceso respecto a lo que fue función fundamental de la norma penal en su nacimiento (7) . Como resultado, tenemos un derecho penal que en nada se parece a aquel que se creó bajo las premisas humanistas (8) , pero que, sin embargo, ha de convivir con un derecho penitenciario aún vigente que sigue respondiendo a las mismas. El choque de planteamientos es obvio y genera una colisión práctica entre una norma penitenciaria que conserva intactas sus finalidades y un derecho penal que ha modificado enteramente sus parámetros (9) . Veamos cómo se manifiesta está situación en la necesaria voluntariedad del tratamiento.
II. La voluntariedad del tratamiento
Uno de los hitos normativos que asociamos a nuestro sistema penitenciario es el de la necesaria voluntariedad del tratamiento (10) . No obstante, advertimos que se parte de una ambigüedad normativa. A pesar de la claridad con que se expresa el art. 112.3 RP sobre el mismo, al reconocer que «el interno podrá rechazar libremente o no colaborar en la realización de cualquier técnica de estudio de su personalidad, sin que ello tenga consecuencias disciplinarias, regimentales ni de regresión de grado» (11) , el art. 5.2g) RP establece justamente lo contrario, catalogando como deber de los internos el de «participar en las actividades formativas, educativas y laborales definidas en función de sus carencias para la preparación de la vida en libertad». Más significativos aún, el art. 26 LOGP (LA LEY 2030/1979) que dispone que «el trabajo será considerado como un derecho y como un deber del interno, siendo un elemento fundamental del tratamiento», y el art. 132 RP que define el trabajo productivo en los siguientes términos: «(...) es un derecho y un deber del interno, constituye un elemento fundamental del tratamiento cuando resulte de la formulación de un programa individualizado, y tiene, además, la finalidad de preparar a los internos para el acceso al mercado laboral cuando alcancen la libertad» (12) . En la misma línea, los arts. 4.2 LOGP (LA LEY 2030/1979) —dentro del catálogo de deberes de los internos— y 61 LOGP (LA LEY 2030/1979), inducen a la confusión al establecer que se fomentará la participación de los internos en el tratamiento y que éste «colaborará para, en el futuro, ser capaz de llevar, con conciencia social, una vida sin delitos» (13) . Lo anterior hasta el punto de que algunos autores sustentan la configuración de dicha participación como deber del condenado (14) .
Sin embargo, a pesar de la confusión que la norma genera, en la práctica, por la propia necesidad de concurrencia de la voluntad del interno para el éxito del tratamiento, no cabe su desarrollo sin la misma (15) . De ahí que la Administración sólo pueda, de acuerdo con el art. 112.1 RP, estimular «la participación del interno en la planificación y ejecución de su tratamiento» (16) y que la no participación no pueda tener consecuencias negativas, tal y como señala el apartado 3 del art. 112 RP y desarrolla el art. 112.4 RP para el momento de la revisión de grado. Conforme a este último, «en los casos a que se refiere el apartado anterior, la clasificación inicial y las posteriores revisiones de la misma se realizarán mediante la observación directa del comportamiento y los informes pertinentes del personal penitenciario de los Equipos Técnicos que tenga relación con el interno, así como utilizando los datos documentales existentes».
Según este planteamiento dominante en la doctrina, el tratamiento constituye un derecho del interno que la Administración penitenciaria ha de ofrecer y fomentar, pero nunca imponer, pues lo contrario convertiría la pretensión de cualquier logro terapéutico en inútil (17) . Y todo ello, como decimos, sin que el rechazo del tratamiento surta consecuencias para el interno, tanto desde el punto de vista de una progresión de grado, como en relación al acceso a la dinámica de permisos o a cualesquiera beneficios penitenciarios (18) . Como fundamentos para esta postura, MAPELLI CAFFARENA aporta varios. «En primer lugar, porque al tratado, al privarle de beneficios, no se le puede castigar más que al que no está necesitado de tratamiento. En segundo lugar, la ejecución de la pena del que no necesita tratamiento también está afectada por la resocialización de modo que no puede convertirse en una mera retención. En tercer lugar, porque la sentencia judicial entendida como sanción abarca tanto a los reclusos que rechazan el tratamiento como a aquellos que lo aceptan. Y, en cuarto lugar, porque el fomento del consentimiento no dejaría de ser una falacia encargada de encubrir el tratamiento impuesto» (19) .
III. El impacto de las normas totales
No obstante lo anterior, vayamos más allá. Como acabamos de decir, la norma penitencia es ambigua en lo que a la voluntariedad del tratamiento se refiere. Avanzando en ese análisis, ahora decimos que es conscientemente ambigua. Por la propia estructura de nuestro sistema, habitualmente, la no participación del interno en su tratamiento supondrá la falta de acceso a mayores cotas de libertad (20) . Y es que, como acertadamente apunta CERVELLÓ DONDERIS, el rechazo del tratamiento «no puede provocar la imposición de sanciones, ni la regresión de grado, ni el uso de medios coercitivos, sin embargo, el hecho de que su aceptación y colaboración activa sí tenga efectos positivos como el acceso a los beneficios penitenciarios, puede hacer pensar que no es tan voluntario como la propia legislación expresa» (21) . Aspecto por el que GALLEGO DÍAZ habla de las «coacciones indirectas» que pueden suponer la pérdida o el disfrute por parte del interno de determinas ventajas o beneficios si se deciden a optar por rechazar el tratamiento (22) . Sin embargo, partiendo de esta realidad y la intensa contradicción que manifiesta en la práctica y no desconocemos (23) , si queremos que los avances terapéuticos de una persona sean reales, el tratamiento ha de desarrollarse de forma voluntaria y absolutamente desvinculada de la consecución de cualquier beneficio penitenciario. La Administración Penitenciaria no puede situarse en el papel de deudor de algo beneficioso para la persona privada de libertad porque ésta haya realizado un tratamiento determinado. No sólo por la ineficacia terapéutica que esta actuación rezuma, sino también, por la propia instrumentalización de la víctima que indirectamente conlleva. Por tanto, en el sentido que defendemos, los parámetros de actuación han de ser los del art. 112.3 y 4 RP antes referidos. Con esta lógica, es la Administración la que está obligada a poner a disposición de los condenados aquellos programas necesarios para su recuperación, sin que esa obligación pueda repercutir en los internos. De acuerdo con el art. 116.4 RP, «la Administración Penitenciaria podrá realizar programas específicos de tratamiento para internos condenados por delitos contra la libertad sexual a tenor de su diagnóstico previo y todos aquellos otros que se considere oportuno establecer. El seguimiento de estos programas será siempre voluntario y no podrá suponer la marginación de los internos afectados en los Centros penitenciarios». Obligación de la Administración Penitenciaria que se recoge de forma cualificada para determinadas figuras delictivas, pero que debiera extenderse a todas aquellas que reclamen de una intervención tratamental.
Las reformas penales que se vienen sucediendo, imbuidas de un populismo punitivo meramente expresivo, buscan respuestas contundentes ante determinados delitos
Frente a lo anterior, las reformas penales que se vienen sucediendo, imbuidas de un populismo punitivo meramente expresivo, buscan respuestas contundentes ante determinados delitos. Es lo que sucede con las voces que claman por la obligatoriedad de llevar a cabo el tratamiento en prisión de manera previa a cualquier acceso a cotas de libertad por parte del condenado. Y es lo que se deriva de algunas de las normas integrales que regulan la respuesta estatal ante una delincuencia específica. En este punto, nos sirve de ejemplo el art. 42 de la LO 1/2004, de 28 de diciembre (LA LEY 1692/2004), de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género, cuando dice que: «1. La Administración penitenciaria realizará programas específicos para internos condenados por delitos relacionados con la violencia de género. 2. Las Juntas de Tratamiento valorarán, en las progresiones de grado, concesión de permisos y concesión de la libertad condicional, el seguimiento y aprovechamiento de dichos programas específicos por parte de los internos a que se refiere el apartado anterior». Como vemos, si la norma penitenciaria era interesadamente ambigua, esa ambigüedad roza la certeza al obligar a las Juntas de Tratamiento a valorar los programas llevados a cabo por las personas privadas de libertad que hubieran cometido delitos relacionados con la violencia de género. Reiteramos: en la práctica, si queremos que los avances terapéuticos de una persona sean reales, han de desarrollarse de forma voluntaria y absolutamente desvinculada de la consecución de cualquier beneficio penitenciario. No sólo por la postura inaceptable en que se coloca a la Administración Penitenciaria —convertida en deudora de algo beneficioso para la persona privada de libertad—, sino, además, porque es ineficaz terapéuticamente hablando y porque desubica a la víctima del delito con una clara instrumentalización de la misma.
Lejos de lo que defendemos, la reciente LO 10/2022, de 6 de septiembre, de garantía integral de la libertad sexual (LA LEY 19383/2022) sigue la senda de la LO 1/2004 (LA LEY 1692/2004). En su apartado uno de la disposición final cuarta modifica los apartados 2 y 3 del art. 36 CP (LA LEY 3996/1995), añadiendo a su vez un nuevo apartado 4, en los siguientes términos: «2. La pena de prisión tendrá una duración mínima de tres meses y máxima de veinte años, salvo lo que excepcionalmente dispongan otros preceptos del presente Código. Cuando la duración de la pena de prisión impuesta sea superior a cinco años, el juez o tribunal podrá ordenar que la clasificación del condenado en el tercer grado de tratamiento penitenciario no se efectúe hasta el cumplimiento de la mitad de la pena impuesta. En cualquier caso, cuando la duración de la pena de prisión impuesta sea superior a cinco años y se trate de los delitos enumerados a continuación, la clasificación del condenado en el tercer grado de tratamiento penitenciario no podrá efectuarse hasta el cumplimiento de la mitad de la misma: a) Delitos referentes a organizaciones y grupos terroristas y delitos de terrorismo del Capítulo VII del Título XXII del Libro II de este Código. b) Delitos cometidos en el seno de una organización o grupo criminal. c) Delitos del Título VII bis del Libro II de este Código, cuando la víctima sea una persona menor de edad o persona con discapacidad necesitada de especial protección. d) Delitos del artículo 181. e) Delitos del Capítulo V del Título VIII del Libro II de este Código, cuando la víctima sea menor de dieciséis años. En los supuestos de las letras c), d) y e), si la condena fuera superior a cinco años de prisión la clasificación del condenado en el tercer grado de tratamiento penitenciario no podrá efectuarse sin valoración e informe específico acerca del aprovechamiento por el reo del programa de tratamiento para condenados por agresión sexual. 3. La autoridad judicial de vigilancia penitenciaria, previo pronóstico individualizado y favorable de reinserción social y valorando, en su caso, las circunstancias personales de la persona condenada y la evolución del tratamiento reeducador, podrá acordar razonadamente, oídos el Ministerio Fiscal, Instituciones Penitenciarias y las demás partes, la aplicación del régimen general de cumplimiento, salvo en los supuestos contenidos en el apartado anterior. 4. En todo caso, la autoridad judicial de vigilancia penitenciaria, según corresponda, podrá acordar, previo informe del Ministerio Fiscal, Instituciones Penitenciarias y las demás partes, la progresión a tercer grado por motivos humanitarios y de dignidad personal de las personas condenadas enfermas muy graves con padecimientos incurables y de las personas septuagenarias, valorando, especialmente, su escasa peligrosidad». De nuevo, la norma desconoce tanto la complejidad de la labor penitenciaria, como la realidad del propio hecho delictivo cometido. Tanto exigir como prohibir en todo caso, son medidas efectistas, de alto significado simbólico y comunicativo. Sin embargo, la realidad es siempre más compleja y la norma debiera permitir una adaptación más flexible a la misma. Este es el sentido del principio de individualización científica que inspira nuestro sistema penitenciario y que la nueva normativa penal y adyacente progresivamente desconoce.
IV. Concluyendo
Mediante estas reformas penales en forma de normas totales que no distinguen más allá de blanco y negro, y en contra de sus expectativas, el sistema favorece que la adaptación normativa del interno y su participación en el tratamiento sean «metas transitorias de alta rentabilidad» (24) en detrimento de su auténtico cambio. El tratamiento queda reducido a mero instrumento a través del que acceder lo antes posible a la dinámica de permisos y el tercer grado. Como hemos advertido en otras ocasiones, «con este proceder hacemos saber a los internos que si quieren obtener algún beneficio, evitando el castigo que obtendrían en caso contrario, deben aceptar y cumplir con su tratamiento. Estamos forzando conductas sin ocuparnos de las emociones negativas, por la obligación de la que derivan, que a través de nuestra actuación generamos (...) En definitiva, no estamos cambiando actitudes. Estamos creando un sistema de recompensas (...) Las cosas que hacemos las hacemos no por lo que representan de mejora personal sino por lo que conllevan de beneficio a más o menos plazo, luego lo que hago lo hago por lo que obtengo circunstancialmente y no por lo que de mejora personal supone» (25) . Por esta vía, desde un punto de vista práctico y utilitario, se acaba premiando al interno más «prisionizado», al que asume la cultura carcelaria (26) . Esto es, tendrán más éxito, en cuanto al acceso a mayores cotas de libertad, aquellos que mejor participen en la dinámica de cumplimiento que se les impone, pero no necesariamente quienes hayan experimentado los cambios tratamentales necesarios (27) . Con todo ello, se conforma una especie de teatro bien articulado en el que, aparentemente, los números y las dinámicas funcionan, pero donde nada es tan sencillo ni tan bueno como a priori aparenta.
¿Significa esto que estamos atados? ¿Significa que, si la persona privada de libertad no quiere desarrollar el programa tratamental estándar, no hay modo de trabajar con él? ¿Alcanzará la libertad definitiva sin evolución personal alguna? No, el delito se aborda de muchas maneras y lo que defendemos es que la norma permita seguir haciéndolo. Para ello, es necesario primero que nos hagamos conscientes del tipo de abordaje terapéutico que queremos. Uno impositivo en que el interno asume lo que regimental y terapéuticamente le decimos, u otro abierto en que la persona que ha cometido el delito pierde el miedo a la confrontación respetuosa. Creemos que sólo este último modelo es útil y permite una cierta evolución. La línea de actuación que defendemos no implica una menor exigencia, sino una apertura suficiente y necesaria para poder abordar la problemática delictiva desde todas sus aristas. De este modo, dejaremos de tratar a los internos como niños —si haces el tratamiento, te doy un permiso—; y sólo de este modo, seremos capaces de llegar verdaderamente, a los condicionantes personales y sociales de lo acaecido.